sábado, 29 de septiembre de 2012

Demóstenes el hábil en las Guerras del Peloponeso

 El jefe ateniense Demóstenes condujo una fuerza de hoplitas y un pequeño número de arqueros a las colinas de Etolia, en la Grecia central, durante la guerra del Peloponeso. Al igual que los tracios, los etolios vivían en un país accidentado y habían desarrollado un estilo de guerra que aprovechaba este terreno, por lo que derrotaron a los hoplitas de Demóstenes con una táctica que hoy se llamaría guerra de guerrillas:
“Llegaron corriendo desde las colinas, por todas parte, arrojando sus jabalinas, retrocediendo cuando avanzaba el ejército ateniense y volviendo a la cara en cuanto éste se retiraba. Así siguió la lucha durante un tiempo, con avances y retiradas sucesivas, donde los atenienses llevaron siempre la peor parte. No obstante, lograron contenerlos mientras los arqueros tuvieron flechas y pudieron usarlas, ya que los etolios caían bajo la lluvia de dardos. Pero en cuanto el capitán de los arqueros fue muerto, sus hombres se dispersaron…  los soldados estaba exhaustos por la ejecución continua de las mismas pesadas maniobras… Muchos cayeron tras precipitarse sobre los cauces secos de los que no pudieron huir, o en otras partes del campo de batalla, perdidos y desorientados… El cuerpo principal… tomó un camino erróneo y se refugió en el bosque, donde no tuvo escapatoria; los enemigos lo incendiaron y quemaron todo cuanto les rodeaba” (Tucídides III.98).
Demóstenes aprendió la lección. Enviado a destruir una fuerza espartana en la isla de Pilos en el año 425 a.C., contrató a 800 mercenarios entre los peltastas tracios, y 800 arqueros como soporte de sus 840 hoplitas y 8000 marinos armados. Su experiencia en Etolia enseñó a Demóstenes a aprovecharlos del mejor modo posible:
“Bajo la dirección de Demóstenes, esta fuerza se dividió en compañías de unos 200 hombres… que ocuparon los puntos más altos del terreno, con el objeto de causar el mayor estorbo al enemigo; para que estuviera rodeado por todas partes y no tuviera un único punto donde contraatacar; en su lugar, estaría siempre expuesto a numerosos enemigos en todas direcciones, y si acometía a los del frente sería sorprendido por la retaguardia, y si se abalanzaba sobre un flanco sería abatido por el contrario. Fuera donde fuere habría enemigos tras él, con armas ligeras y coriáceos al extremo, pues con sus flechas, jabalinas, piedras y hondas su eficacia lejana era tal que hacía imposible acercarse; porque en la huida tenían la ventaja de la velocidad” (Tucídides IV.32).
Cuando los espartanos intentaron presentar batalla, la falange ateniense se mantuvo firme mientras los escaramuzadores de las alas hacían labor de desgaste. Los espartanos se retiraron a un fuerte, con los peltastas hostigando a los rezagados; los atenienses intentaron, sin éxito, tomar el fuerte y le pusieron sitio. Todo terminó cuando un jefe subalterno ateniense reunió a una fuerza selecta de peltastas y arqueros en una senda “impracticable” en una colina que los espartanos habían dejado sin custodia “y aparecieron súbitamente en los alto de su retaguardia, infundiendo el pánico entre los de Esparta por lo inesperado del suceso” (Tucídides IV.36).
Doce años después, Demóstenes invadió Sicilia, intentando tomar Siracusa, la mayor colonia griega en la isla. Un factor clave en el desastre que siguió fue el olvido, o menosprecio, de las lecciones de Etolia y Pilos, incluso por Demóstenes. Su ataque contra Siracusa fracasó, y se vio obligado en ponerse en camino hacia Catana, una ciudad amiga de Sicilia. Ello le obligó a transitar por las colinas del sur de Sicilia; y a una batalla a la carrera con los siracusanos, apoyados por las tribus locales. En un punto, los siracusanos bloquearon un paso en el camino de los atenienses. Mientras éstos intentaban forzar el obstáculo, escaramuzadores, defendidos por hoplitas siracusanos, les arrojaron flechas, jabalinas y piedras con hondas desde las alturas de ambos lados, pues la falange ofrecía un blanco perfecto. El ataque fue repelido con graves pérdidas, pero los atenienses hubieron de afrontar el acoso constante de los escaramuzadores, incluso de noche. Demóstenes y 6000 hoplitas fueron rodeados en un bosque; sometidos a una lluvia de flechas y jabalinas durante todo un día, terminaron por rendirse. El comandante Nicias rechazó en principio la rendición, pero dos días más tarde sus tropas, sedientas y famélicas, cayeron en una emboscada al intentar cruzar el río Assiranus, y también cedieron.

La Anábasis o la retirada de los 10.000


 La Anábasis Kirou, literalmente la ascensión de Ciro, se refiere a la subida del ejército de éste, desde la costa de su satrapía hasta la batalla de Cunaxa. Allí fue donde Ciro, que pretendía quitarle el trono a su hermano Artajerjes, encontró la muerte pese  a la victoria de sus mercenarios griegos, los cuales quedaron así totalmente aislados y en medio del inmenso territorio enemigo.
Ciro había contratado a 14.000 hoplitas, 2.500 peltastas griegos y alrededor de 200 arqueros cretenses. Todos ellos conformaban lo mejor de su ejército provincial, en paridad con su guardia de caballería persa, que constaba de 600 jinetes acorazados. Ciro tenía además un fuerte destacamento de infantería persa de más de 20.000 hombres; 1.000 jinetes ligeros plafagonios y 1.400 persas de caballería pesada. El contingente griego estaba al mando de Proxenos, de Beocia.
La mención de la guardia de jinetes acorazados de Ciro es el primer antecedente que existe de lo que serían luego los catafractos persas con caballos acorazados. El combate se dio junto a Éufrates, a 50 millas de Babilonia. Tisaphernes, un sátrapa vecino de Ciro, había avisado al rey Artajerjes y el ejército de éste sorprendió a los rebeldes de Ciro en pleno orden de marcha y un tanto descuidados.
Jenofonte, verdadero corresponsal de guerra, muy serio en los detalles menores, atribuyó un número increíble al ejército enemigo, cosa común en todas las menciones griegas de ejércitos persas. Pero no deja de tener interés para los investigadores, justamente por la antedicha confiabilidad del historiador.
“Cien mil eran los bárbaros que acompañaban a Ciro y unos veinte, los carros armados de hoces. […] Se decía que los enemigos eran un millón doscientos mil y los carros falcados, doscientos. Tenían, además, seis mil jinetes, al frente de los cuales estaba Artajerjes”.
Jenofonte atribuyó a los enemigos de Ciro cuatro contingentes de trescientos mil hombres con cincuenta carros cada uno, y afirmó que uno de ellos no estuvo en la batalla, con lo que redujo a los infantes a novecientos mil y los carros presentes a ciento cincuenta. Aclaró después: “Estas noticias dieron a Ciro los desertores enemigos procedentes del ejército del rey antes de la batalla y, después del combate, los que fueron capturados más adelante lo confirmaron”.
Parecía que Jenofonte quisiera desligarse de cifras tan enormes. Pero quizá llegara a creerlas posibles, pese a que después en su libro mantiene a los enemigos en cifras generalmente bajas, con una objetividad de protagonista narrador que aún hoy nos asombra.
Jenofonte, avanzado en el relato y cuando él ya tomó el mando, nunca exageró las tropas enemigas ni planteó números astronómicos, sino que centró más bien en el registro de cantidades pequeñas y de escaramuzas personales. También vemos que su afán era casi el de documentar todo, incluso cosas en las que su personaje no quedaba muy bien parado. Es por tanto un testigo confiable que no miente ni exagera. Cuando duda, señala la responsabilidad de otras fuentes, no asume una reafirmación.
La figura de Ciro el Joven es lo que el historiador ha querido resaltar, pues luchan cien mil de sus hombres contra los novecientos mil persas del rey. También su deseo es honrar a los combatientes griegos en general: diez mil cuatrocientos hoplitas y dos mil quinientos ligeros, que no se sabe si son sólo peltastas o incluyen además a los arqueros cretenses. Ciro el Joven encarna a Ciro el Grande, personaje que él utiliza, cual Platón a Sócrates, para reforzar sus propias ideas cuando escribe la Ciropedia. Quizás exaltar a los griegos lo movió a aceptar las grandes cifras persas.
Fuera como fuese y cantidades aparte, el caso es que el ejército de Ciro venía en columna de marcha, y con el ala derecha compuesta por los griegos recostada sobre el río Éufrates. De repente se encontró con el ejército de Artajerjes II, desplegado en orden de batalla. El rey persa, que comandaba a sus tropas desde el centro, quedaba a la izquierda del ala izquierda de Ciro. Esto da una idea del descuido que traían los rebeldes y de lo peligrosa que era su posición.
Apenas los griegos vieron al enemigo comenzaron a desplegarse. Ciro quiso avanzar en dirección oblicua hacia la izquierda pero Próxenos, el comandante de los mercenarios, se negó; y con bastante buen criterio, pues no quería perder el río como guarda del flanco del ala derecha.

Como derrotar a un "Vilca", Richard Zaratustra (1983)

Sin saber cómo me sorprendo a mi mismo conversando afablemente con Vilca y Amalio, ambos, cordiales en sus maneras, siguen mis palabras atentamente, ofreciéndome gestos de aprobación y conformidad con cada afirmación de mi vulgarizado intelecto que comparto con mi improvisado auditorio.
Debatíamos temas varios, desde la inmigración y proliferación en América de la “blattella germánica; hasta las implicancias de la diáspora mahometana en el mundo occidental y cristiano. Pero, para ser sincero, lo que más me atrapaba de la charla, y me motivaba a continuarla hasta límites insondables de mi capacidad del habla es el hecho de hacer, que Vilca, patético paranoide, se ponga nervioso con lo extenso del coloquio.
Vilca, pasa horas enteras contemplando un cuadro viejo y raido. Hay que interpretar lo que alguna vez el pintor quiso plasmar, tal es su estado de deterioro. Pero Vilca ve un paisaje hermoso, colorido, radiante, lleno de luz y vida… solo que en medio de ese paraíso, como incrustado con posterioridad a la confección de la obra, un ser maléfico lo atormenta.
Asegura que en medio del cuadro un demonio lo condiciona a mirarlo, le dice que hacer, cuando volver y si puede o no salir.
Por eso, cada vez que lo encuentro por los pasillos de mi mansión, le doy charla, me gusta cuando comienza a observar, primero por sobre su hombro, disimuladamente la puerta de su habitación, luego, a medida que van pasando los minutos, su miedo e impaciencia lo desbordan y casi con lagrimas en los ojos sale corriendo hacia el cuadro, a pedirle disculpas por la tardanza al demonio que lo domina.
Saben, me cae bien ese demonio, quien sabe qué tipo de locuras cometería Vilca si no tuviera ese guardián que lo contiene. ¡Válgame Dios!
Un estrepito escalofriante me vuelve a la realidad. Sorprendido, entre sobresaltado y temeroso me estremezco.
Me es difícil entender lo que sucedió en ese extraño momento.
Una inhóspita sensación me invade; como cuando, luego de merendar un emparedado, me siento una golondrina volando al norte; vuelo y vuelo, muy alto, mas alto que las nubes de algodón que me rodean, que me acarician.
Me relajo y me dejo llevar por el viento… hasta que choco contra esa pared, esa pared dura e imperturbable  como la hiel de los ojos laminosos de Cirilo cuando me espía escondido detrás de la cortina bermellón.
Entonces  mi cuerpo pega un involuntario respingo.
Se me eriza la piel, se me nubla la vista, sudo gruesas gotas frías de mi propio miedo que se derrite como las lagrimas de Tadeo que se desvanecen antes de llegar al suelo.
De solo pensar que alguno de mis compañeros de viaje haya estallado naturalmente me aterroriza, (es común, por estos lugares, que la gente explote de forma natural. Un día estas lo mas bien y al otro ¡PAF! Explotas, no se sabe por qué pasa, pero les aseguro que pasa).
Pero justo antes de desvanecerme y quedar a merced de las odas de Morfeo, la burda y terrible risotada de Amalio me hacen ver la realidad. Uno de sus opulentos flatos, esos que hacen temblar las instalaciones de mi mansión.
Eso fue demasiado para Vilca que dejando escapar un lamento más profundo que el de un perro moribundo, sale corriendo a su habitación en busca de su demonio guardián.
Amalio me enseña sus encías despobladas intentando parecer agraciado, su sonrisa le cruzaba toda la horizontalidad de su rostro, como la boca de un axolotl.
Arqueo la ceja izquierda y lo miro con repulsión. Luego pienso en la frenética huida de Vilca y sonrío.
Bien hecho Amalio, por eso te dije que seriamos amigos para siempre.


jueves, 27 de septiembre de 2012

En la soledad de la Pampa, Richard Zaratustra (1965)



Tapera ruinosa, corroída por el tiempo y el abandono, techo de paja a medio derrumbar, las paredes de adobe descascaradas son el único refugio ante el pampero que sopla  implacable en la aridez del lugar.

Cascos sórdidos de bravíos corceles se dejan oír en la lontananza. 

Agazapado como jaguar al acecho, el único morador del patético cuchitril se parapeta en un rincón aguardando.

Dos caballos negros como la noche se detienen a metros del rancho, echando espuma por la boca, jadeantes y nerviosos, coléricos, briosos como tigres acorralados.

Desmontan dos personajes histriónicos, igual de salvajes que sus caballos. Son el comisario del pueblo y el cabo Gómez, agentes de la ley y el orden, brindadores de paz y tranquilidad.

Parados, desafiantes, frente a la puerta del paupérrimo rancho, el comisario, haciendo eco con sus manos alrededor de la boca grita:

-¡Cardozo! ¡Entriegate maula, sabemo’ que esta’ h’adentro!

Desde el interior una voz poderosa como relámpago de Zeus devuelve la advertencia:

-¡No me entrego ni mamau comesario, de aca me van a tener que sacar con las patas pa delante!

El comisario y el cabo Gómez se miran sorprendidos, descolocados con tan pérfida respuesta. el comisario arquea ambas cejas y las levanta como interrogando al cabo que desde el otro lado le devuelve igual gesto.

-Vaya Gómez, saque a ese maula por la fuerza, demuestre que aca los únicos cocoritos somos nosotros.

-¿Yo comesario? ¿Por qué no va uste’ que es más h’autorida?

-¡pero qué es esto caracho! ¡Sotreta! Si doy una orden se cumple sin chistar, ¿entendió? Haberse visto maula mal aprendido...

Resignado, el cabo Gómez se pone dudoso de pie; en ese momento dos disparos de Smith & Wesson  calibre .38 rompen la monotonía sórdida de la pampa

¡PAW! ¡PAW!

El comisario presuroso se cobija detras del cabo Gómez que desconcertado y perplejo no atina a moverse...

-¡AIJUNA caracho con este maula! Parece el mesmo Mandinga. ¡Saque el bufoso y responda al fuego cabo!

- va a tener que ser uste comesario, yo se me olvide la reglamentaria en el cajoncito de la mesa de lu’ de mi rancho.

-¡pero será de dio maula! ¿Cómo se le ocurre salir a un operativo sin la pistola? Se da cuenta cabo que cuando le digo inútil no me equivoco nomas.

Y si comesario, ansi parece...

-Gueno, que se le va a hacer Gómez, otra vez será. Vamos a reagruparnos en la comiseria, estos picaros nos superan en número. ¡Valientes si, zonzos no cabo!

-¿Qué picaros comesario? Si está el Cardozo solo noma’

Mirando fijamente al cabo Gómez, el comisario frunce el ceño, estruja la nariz moviendo su espeso bigotazo de un lado hacia el otro, como en una danza chamanica, y escupe hacia un lado.

-dije que nos superan en número cabo, ¿quedo claro?

Cuadrándose el cabo hace taconear sus polvorientas botas de potro.

-como ordene comesario, pa’ la comiseria pues... ¿y qué hacemos con el Cardozo comesario?

-dejelon nomas pastar Gómez, ya le va a dar sed al pícaro este, cuando este en la pulpería y medio mamau le caemos de sorpresa y ¡zacate! A la jaula con el malandrín. 
Se da cuenta hombre, eso se llama “embuscada” se apriende en la escuela de comesarios.

-¡me cacho! Uste’ la sabe todas comesario.

-Ansi es m'hijo, por eso si esto juera selva yo seria el tigre...

-¿y yo que seria comesario?

-Uste seria mi comida cabo.

Un día fuera de lo normal, Richard Zaratustra (1983)

Mecía pausadamente su pierna queriendo no delatar la impaciencia que lo embargaba. Miro de soslayo el lúgubre reloj que adherido a la pared como araña, daba tiempo a esa realidad sin forma.
Recortada su silueta detrás de la cortina maltrecha, ajada y mugrienta, color bermellón que cubría la gruesa ventana del comedor, Cirilo, con la mirada fija,  su nariz redonda alzada cual perro cazador olfateando el viento, sus mofletes rellenos como horma de queso; lo espiaba extasiado.
Todo eso le molestaba hoy más que de costumbre; la idiotez de Cirilo que se creía invisible, el paranoico comportamiento de Vilca, que sentado cerca suyo se mantenía con la mirada fija clavada en un extraño y ridículo cuadro destartalado que servía solo de refugio de arañas.
 Ni siquiera soportaba en este día a Amalio, detesto, en este momento, haberle dicho hace tiempo que serian amigos para siempre. Ya no quería ser amigo de Amalio, ya no lo comprendía como los otros días cuando al verlo con mirada perdida y a punto de volar, lo tironeo a la realidad con esa terrible ventosidad que hizo retumbar toda la casa dejando perdurar el eco al menos 20 segundos, luego la descabellada risotada de Amalio rompiendo con la fragilidad de la sala, estallando como un volcán descontrolado y absurdo, pero contagioso. Ese día todos terminamos riendo a más no poder ¡como locos! fue tanta la risa que hasta nos tuvimos que atar unos con otros para no reventar y salir volando, (es común entre nosotros volar cuando se revienta). Mi estomago pareció cuajarse de lo hinchado que se me había puesto.
Pero eso fue en otro momento, en otra vida me parecía, hoy no tenía ganas de soportar a nadie.
No soy lo que era, pero soy por lo que fui, chisto errático en mí oído Anselmo al tiempo que babeaba en mi brazo. Ese fue el detonante, la gota que colmo el vaso. No soporte mas, me puse en pie de un salto, golpee con la palma de mi mano la mesa (no demasiado, quería demostrar que estaba ofuscado pero no al punto de poner a todos en mi contra), chasquee los dientes descortésmente, tome aire como intentando decir algo, mas algo extraño calo hondo en mi ser dejándome mudo.
Me contuve, algo sobrenatural, que me desbordaba, indudablemente era algo anormal, no de este lugar lo que hacía detener mis palabras.
En ese momento fui el centro de la habitación, todas esas desconcertadas miradas se posaron en mí como si fuera la vedette del teatro.
Comencé a sudar, me dio frio, mucho frio, baje la vista y me senté sin decir nada.
Me cruce de piernas tranquilamente, acomode las solapas de mi saco, sacudí el polvo de las mangas, apoye mi frente en la palma que segundos antes había aporreado la mesa,  puse mirada circunspecta, arquee una ceja fingiendo nobleza y me quede en silencio, tan profundo y hermético como cuando Cirilo me busca charla, así de callado quede.
Todos continuaron con sus menesteres dejando de prestarme atención.
Hoy es un día fuera de lo habitual, hoy no soporto mas a nadie, pensé para mis adentros. Ojala que Amalio me sorprenda con una de las suyas, dije mientras cerraba los ojos.

martes, 18 de septiembre de 2012

El ejercito de Poros, el poderoso. Tras la sombra de Alejandro



Diodoro describe el ejército indio al que se enfrentó finalmente el emperador como semejante e una ciudad amurallada, donde la infantería actuaba como muralla y los elefantes como torres. Arriano detalla el despliegue de Poros:
“En vanguardia dispuso a los elefantes distanciados unos 30m unos de otros, en un amplio frente, para formar una pantalla ante todo el cuerpo de infantería e infundir terror entre la caballería de Alejandro. No esperaba que ninguna unidad enemiga se aventurara a abrirse camino por los huecos entre los elefantes… el terror haría incontrolable el gobierno de los caballos, y era aún menos probable que lo hicieran las unidades de infantería, ya que se encontrarían con la infantería pesada y serían destruidas por los animales al volverse contra ellos y pisotearlos” (Arriano V.16.).
La primera fase de la batalla puede omitirse, pues consistió principalmente en una acción de caballería. Poros estaba en lo cierto en su suposición de que los caballos de Alejandro, no acostumbrados a los elefantes, no se acercarían a ellos y Alejandro se vio forzado a realizar maniobras de amplio barrido. Abrió la batalla reteniendo la mayor parte de su infantería y lanzando un ataque con la caballería pesada, apoyada por arqueros dahae a caballo, contra la caballería del ala izquierda india, tomándola en plena acción de despliegue. Koiros, con un destacamento de caballería pesada, se desplegó por la izquierda de Alejandro, con órdenes de seguir a la caballería de la derecha de Poros cuando éste se moviera para defenderse del ataque de Alejandro por su izquierda. Tal fue exactamente por lo que sucedió, y Koiros realizó un audaz movimiento por la retaguardia de las líneas indias y de la caballería, atrapándolas en un movimiento de pinza del cual escaparon hacia el santuario de la línea de los elefantes.
La segunda fase se centró en la infantería de Alejandro. Curcio nos dice que, antes de la batalla, el rey macedonio había despreciado el valor de los elefantes:
“Nuestras lanzas son largas y robustas; nunca nos servirán mejor que contra estos elefantes y sus guerreros. Desalojad a éstos y atravesad a las bestias. Son una fuerza militar de dudoso valor, y su ferocidad será mayor contra los suyos; son conducidos hacia el enemigo por la fuerza de las órdenes, pero también por el temor de los suyos” (Curcio VIII.14.16).
Esta suposición modeló su táctica contra los elefantes. “Entonces, Alejandro envió a los agrianos y los tracios de armadura ligera contra los elefantes, porque eran mejores en las escaramuzas que en los combates cuerpo a cuerpo. Así soltaron una lluvia de proyectiles sobre elefantes y cornacas” (Curcio VIII.14.24-25). La lluvia de jabalinas hizo su efecto, y varios elefantes enloquecieron y cargaron sin orden ni sentido. Los tracios los perseguían y, a continuación, huían de ellos, usando tácticas típicas de las escaramuzas, pero de tanto en cuanto atacaban en bloque a algún animal, tal vez cuando quedaba aislado del resto. Curcio refiere que usaron hachas para tajarle las patas, pero probablemente se refería a la rhomphaia tracia.
Al mismo tiempo, la falange avanzó contra los elefantes con la intención de limitar el espacio de combate. Las bestias rompieron la falange en un punto, como relata Arriano, “llevando la destrucción en la sólida masa de la falange macedonia” (Arriano V.17), pero parece que los elefantes tuvieron la suficiente inteligencia para comprender que esta incesante masa en avance de puntas afiladas suponía un peligro. Se congregaron literalmente en su propia línea y, como observa Curcio, “cargaron contra sus propios hombres, barriéndolos; cornacas y guerreros cayeron al suelo y murieron aplastados. Más terroríficas que amenazadoras, las bestias fueron apartadas del campo de batalla como ganado” (Curcio VIII.14.30). A la vez que pisoteada, la infantería india se agolpó en una masa inútil y desorganizada. Parece, por otra parte, que muchos arqueros indios llegaron al campo de batalla con sus arcos destensados; tuvieron que tensarlos sobre el terreno y, debido al barro (sin duda levantado por los elefantes), muchos no lo lograron.
Viendo el desorden de las líneas indias, Alejandro ordenó a su falange que formara en synaspismos (escudo cerrado) y que cargara, con la caballería atacando por las alas. La línea india fue destruida. Arriano calcula las bajas en 20.000 hombres de infantería, 3.000 jinetes y todos los carros; la mayoría de los elefantes que sobrevivieron fueron capturados e integrados en el ejército macedonio. Las pérdidas en la infantería de Alejandro sumaron 80 hombres, en su mayoría ante los elefantes, además de 230 jinetes. Poros fue capturado tras resultar gravemente herido, con su elefante muerto bajo su cuerpo. Se recuperó de las heridas,  Alejandro, una vez estuvo ante él, le pregunto como debía tratarlo, a lo cual Poros respondió: como lo que soy, un rey; el gran macedonio se sintió tan conmovido ante su dignidad y bravura en la adversidad que le repuso en el trono y le convirtió en su aliado.